Mucho se habla sobre
el negocio de la alimentación, un negocio tan legítimo como cualquiera
siempre y cuando se atienda a unos límites, bien sean estos morales o
prácticos.
Y es precisamente
cuando se sobrepasan esos límites cuando este negocio, como cualquiera,
pasa de ser legal y legítimo a ser ilegítimo aunque legal.
Pero la pregunta surge cuando se desea saber dónde está este límite.
En mi opinión éste se
sobrepasa cuando hablamos de transgénicos, cuando hablamos de
monocultivos impuestos desde el gobierno o las empresas que se dedican a
comercializar estos productos, cuando hablamos del monopolio en la
comercialización de estos mismos productos, bien sea por empresas o
gobiernos, cuando hablamos de la venta y comercialización de alimentos
con productos químicos en su composición que son dañinos para la salud,
incluso en el caso de que cuenten con los permisos y parabienes de las
autoridades sanitarias del gobierno de turno. Permisos cuyos parámetros
para su obtención están diseñados para imposibilitar que los pequeños
elaboradores saquen sus producciones al mercado a pesar de que sus
producciones agrarias son más saludables que los alimentos
comercializados por las grandes transnacionales.
Y es que, no hay que
engañarse, pero la gran mayoría de las normativas que afectan a los
alimentos, como a otros productos, no tiene como objetivo la protección
del consumidor sino la protección de las diversas situaciones de
privilegio de las que disfrutan estas grandes trasnacionales de la
alimentación. Es por ello que estas normativas aprobadas por los
diversos parlamentos son, en muchos casos, la simple transcripción de
una ley hecha por una o varias grandes empresas del sector que nuestros
politicuchos simplemente mandan hacer ley publicándolas en boletín de
turno.
Pero vayamos por
partes, y para ello debemos hacernos la pregunta de quién saca ventaja
de los monocultivos. Para ello pongamos un ejemplo: imaginemos a Juan
Español que vive en Madrid y veranea en Cádiz, imaginemos que en una
comida se reúnen los tres o cuatro directivos principales del sector de
la gran distribución para, en teoría, hablar de la situación del mercado
alimentario y, en la práctica, para pactar precios (algo más habitual
en éste y otros sectores de lo que la gente se cree) y deciden subir el
precio del aceite de oliva a 15 euros el litro. Si hiciesen eso nuestro
veraneante en Cádiz y residente en Madrid a su vuelta de vacaciones
pararía en una de las múltiples cooperativas o industrias aceiteras que
encuentra a su paso por las provincias de Jaén, Ciudad Real o Toledo y
llevaría aceite para él, su familia y sus vecinos ahorrándose diez o
doce euros por litro. Es por ello, por lo que en el caso del aceite no
harán esto.
¿Pero qué pasaría si
los olivares y almazaras estuviesen situados todos en Marruecos, Argelia
y Túnez? Pues lo que pasaría es que el precio de transporte le
incrementaría una pequeña cantidad pero a Juan Español le cobrarían esos
15 euros por litro y éste no tendría la defensa de comprar ese aceite
en la almazara española.
Bueno, pues ésta
hipotética situación se está dando en otros muchos casos donde la
globalización concentra la producción de muchas cosas en unos
determinados países, teniéndoles que comprar el resto de países esas
producciones a las tres o cuatro multinacionales que, en situación de
exclusividad, controlan el mercado de esos productos. Esa es y no otra
la repercusión que tiene en el consumidor el supuesto incremento del
comercio que trae aparejada la globalización.
Esto mismo podríamos
decir de otros temas similares citados anteriormente, pero se quedarán
para un mejor momento, en especial el tema de los transgénicos y de la
principal empresa de este sector: Monsanto.
http://www.vya.mirevistadigital.es/index.php/pablo-manuel-alcaide/187-el-negocio-de-la-alimentacion